Puerta Nº 1
Ni rastro de Humanidad

El sargento Cáceres arrugó la nariz al cruzar el umbral. El olor era nauseabundo.
No estaba preparado para lo que iba a enfrentarse esa lluviosa mañana de marzo.
El pañuelo con el que trataba de mitigar la peste de la descomposición no era suficiente. Cáceres tuvo que disimular la arcada que le asaltó desde su estómago vacío; a dios gracias.
Los agentes que llegaron primero apenas eran capaces de guardar la compostura, pero él debía aparentar fortaleza, aunque aquel fuese el primer cadáver que veía en toda su carrera.
Y menudo estreno.
Carlos, uno de sus más antiguos amigos, estaba en el suelo. El sargento se distrajo con los extraños dibujos que formaba su sangre sobre las baldosas blancas y negras, teñidas de un rojo informe, oscuro y pegajoso.
Quiso retrasar el momento de enfrentarse al resto… Porque eso es lo que tenía delante: simples restos esparcidos. Poco quedaba del simpático hombre con el que compartía vinos y cartas los viernes.
Un agente le informó de que algunas partes de su cuerpo estaban dentro de la nevera.
Cáceres fue hacia la cocina. La esposa del difunto, la carnicera que le servía el mejor género de la zona desde hacía más de diez años, estaba sentada en una vieja silla de mimbre mientras era custodiada por dos policías locales. Sus manos, manchadas de sangre, al igual que toda su ropa, descansaban tranquilas en sus rodillas. La hachuela con la que había cometido el crimen y el desmembramiento, sobre el mantel plastificado de la mesa camilla.
—Encarna —dijo el sargento con tristeza en la voz—, ¿pero qué has hecho?
Ella le dedicó una mirada distraída y se encogió de hombros. Apenas gesticuló cuando se decidió a contestar.
—Tenía curiosidad.
—¿Perdón?
Encarna resopló. Aquella breve conversación parecía cansarla.
—Quería aprender a despiezar a un hombre.

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