Marcos abrió los ojos en mitad de la noche. No estaba en su cama.
Miró a ambos lados, tampoco se encontraba en su habitación. Quiso incorporarse, pero algo se lo impedía. Fue en ese momento cuando fue consciente de que tenía las manos ligadas a la espalda.
Intentó llamar a su mujer, pero algo taponaba su garganta; áspero, seco, asegurado a sus mejillas con una cinta adhesiva que ardía sobre su piel.
Entró en pánico y se agitó como un loco. Chocó con algo. Ella gimió detrás. Al girarse se encontró con los ojos aterrados de su esposa que, igual que él, estaba atada y amordazada.
Apoyándose uno contra el otro, lograron ponerse de rodillas. Al hacerlo se encontraron con tres sombras que les observaban desde el sofá.
—Buenas noches —dijo uno de los intrusos con voz grave—. Se preguntarán por qué estamos en su casa.
Los cautivos asintieron con temor.
El tipo se inclinó hacia delante apoyando los codos en sus rodillas. La tenue luz que provenía de las farolas de la calle iluminó en parte su rostro, cubierto por una espesa barba gris clara.
—No solemos hacer esto, pero de vez en cuando nos vemos en la obligación de entrar en contacto directo con algunas personas.
—Sobre todo si se han portado tan mal como ustedes —añadió el que estaba sentado en el centro, un hombre de pelo largo y barba rojiza.
El primero en hablar suspiró mientras asentía.
—Ustedes dos han tenido un año… Dejémoslo en «movidito».
Al decir eso se levantó, seguido por los otros dos, y se alisó la túnica que cubría su cuerpo.
—Vamos a evitar alargar esto más de lo necesario, no vayan a creer que disfrutamos con esta parte de nuestra labor —sentenció antes de hacerle un gesto afirmativo al del otro extremo, un hombre muy alto de piel oscura que sacó un enorme alfanje de su vaina antes de coger el testigo de la palabra.
—¿Quién quiere ser el primero en recibir su regalo?
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