Puerta Nº 17

Ni rastro de Humanidad

Mar levantó la vista del plato y miró, de forma alternativa, a su madre y su marido con disimulo.

Una vez más, era una cena tensa.

Masticó el pescado con calma, deseaba saborear la estupenda lubina recién salida del horno. Le había costado un ojo de la cara.

—¿Y tú qué miras?

Mar cerró los ojos ante la repentina pregunta de Juana, una mujer menuda de generosas proporciones muy distintas a las de su hija, alta y delgada, que suspiró antes de contestar.

—Nada, mamá.

La mujer hincó el tenedor en las patatas de acompañamiento sin replicar. Mar sonrió pensando que había conseguido frenarla, pero no contó con que, ese día, Gerardo llegó de trabajar con el humor torcido.

—¿Es que no puedes dejarla tranquila? Siempre estás atacándola y ella solo se desvive por ti.

NI RASTRO DE HUMANIDAD

—Tu esposa no hace más que lo que debe. Yo la cuidé cuando era pequeña y ahora le toca a la inversa.

Gerardo dejó los cubiertos sobre el plato con un golpe seco. Mar miró la porcelana esperando encontrarla hecha añicos, aunque no llegó a tanto.

—Cuidar a tus hijos es tu obligación por tenerlos, pero no lo es atender a tus padres, sobre todo si son tan poco cariñosos como tú.

—¡Eso sí que no, desgraciado! —Juana elevó el tono de voz por encima de lo razonable— ¡Decir que soy mala madre!

—Yo no he dicho eso… Aunque si esa es la conclusión que sacas, será por algo.

Juana miró a su yerno con los ojos inyectados en rabia y después los posó en su hija.

—¡Tu marido me está insultando! ¿Es que no vas a intervenir?

—Claro que sí, mamá.

Sin añadir una palabra más, Mar cogió el tenedor y se lo clavó a Juana en el cuello, justo en la yugular.

La mujer congeló una expresión de sorpresa y boqueó unas palabras que se quedaron en un gorgoteo incomprensible.

LUBINA AL HORNO

Gerardo se levantó con tanto ímpetu que hizo que la silla volcara.

—¿Pero, qué has hecho? —dijo viendo como Juana caía muerta sobre la mesa.

Mar no contestó. Le observó mientras la embargaba una extraña sensación. No era arrepentimiento, ni siquiera ira… Era pereza.

Se colocó a la altura de su marido, que era incapaz de retirar los ojos del cadáver de su suegra. No reaccionó cuando su mujer le abrió la cabeza con la sopera, ni siquiera se movió al ver, desde el suelo, cómo cogía un tronco de la pila cercana a la chimenea para rematarle.

Mar se limpió la sangre de las manos en el fregadero de la cocina y regresó al salón. Se sentó en su sitio, empujó el cuerpo de su madre para que cayera a un lado y continuó degustado la maravillosa lubina a la espalda.

Le había costado un ojo de la cara.

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