Puerta Nº 19

Ni rastro de Humanidad

No tengo nada que ver. Solo vengo a mirar.

Nadie tiene la culpa de que esto esté pasando. El mundo se ha vuelto loco y los consumidores despiertos tomamos aquello que se nos ofrece por original e inédito, ¿no?

Y ahora todo es tan fácil.

Mi amigo Borja dice que le he cogido el gusto.

Ni de coña.

Habla su culpa, su necesidad de demostrar que miento cuando digo que en su caso se ha convertido en una compulsión.

Para mí no es lo mismo, ni por asomo. Él ya ha venido unas quince veces, babea cada vez que llega una nueva y exclusiva invitación. Pero yo solo he aceptado tres. Y por curiosidad, no por vicio.

Recuerdo la primera vez que llegaron las tarjetas negras al despacho. Nadie sabía de qué se trataba y pocos se atrevieron a dejarse llevar por algo tan críptico.

Tres se aventuraron a aceptar el desafío, dos no regresaron a la firma. El tercero fue Borja, que en secreto me confesó que fue la experiencia más estimulante de sus cuarenta y ocho años de vida.

ni rastro de humanidad puerta 19

De los otros socios nadie habla. Ellos sabían lo que hacían cuando firmaron el consentimiento.

Las luces se apagan y miro a ambos lados. No trato de reconocer a ninguna de las personas en las que antes tampoco reparé, rostros anónimos en cuerpos vestidos de rigurosa etiqueta, rictus impertérritos que tapan vergüenzas, pulsiones, frustración.

Nadie se esconde, ya no es necesario.

Le he pedido a Borja que se siente al otro lado de la sala, su entusiasmo me molesta. El silencio es la clave del disfrute y él no es capaz de mantener la boca cerrada más de diez segundos.

Lo susurros de los nuevos también me irritan. No saben a lo que han venido.

El escenario se ilumina. Los haces de luz dirigida inciden sobre un cuerpo menudo y tembloroso, cubierto por un pijama rosa de Hello Kitty.

Sonrío ante la ironía.

Solemos creer que no hay lugar más seguro que nuestras camas. Mullidos refugios donde nos abandonamos al sueño, fortín de mantas que nos separaban de los monstruos de la niñez y que nos hemos acostumbrado a considerar como una barrera de protección.

Y, sin embargo, allí está ella. Sacada de la seguridad de su edredón en plena noche.  Arrojada en aquel lugar, sin comprender, observada por treinta rostros desconocidos y expectantes.

Ignora lo que está por venir.

La chica se levanta y mira a su alrededor, confundida. Nadie reacciona, ni siquiera cuando ella se percata de que tiene a un montón de gente delante, corre a su encuentro y su cara impacta con violencia contra el cristal de seguridad que les separa.

La joven, de unos veinte años, se incorpora palpándose la nariz magullada, de la que sale un hilo de sangre que intenta limpiar con una de las enormes caras blancas de la gata de su pijama.

Golpea el cristal, chilla, llora.

Dos o tres aprensivos abandonan el local, indignados. Esos no tardarán en formar parte del elenco. Estrellas fulgurantes que ya están muertas, aunque sigamos viéndolas.

Entra el actor principal. Comienza la función.

Lleva su habitual máscara blanca impersonal. Hoy ha escogido de compañero un bate adornado con púas, como el que maneja el tipo ese de The Walking Dead que se parece a Javier Bardem. 

La verdad es que nunca le pillé el punto a esa serie. Me aburría de manera soberana.

Me van más los espectáculos en vivo.

máscara teatro
COMPARTE
Scroll hacia arriba