Ya no se molestaba en tomar las medidas de seguridad que hubiera necesitado apenas un año antes. La policía estaba desbordada y tenía cosas más urgentes que hacer que perseguir a tipos como él, que solo disfrutaba con unas cuantas fotos prohibidas.
La descarga tardaba más de lo habitual, el desgraciado al que había pagado ni siquiera se molestó en comprimirlas. Era un principiante, un chapucero que no tenía ni idea de lo que eran las cosas bien hechas.
Abrió una bolsa de nachos para anticipar el disfrute que le proporcionaría aquella carpeta, cuyos nudos se deshacían poco a poco en las tripas de su ordenador de sobremesa.
Un parpadeo le alertó de que algo iba mal. Todo se volvió negro a excepción de un mensaje con una escueta frase: FORMATEANDO DISCO.
Presa del pánico, intentó pararlo, pero no fue capaz, y lo único que se le ocurrió fue arrancar el cable de la corriente.
El silencio de la tecnología muerta llegó acompañado de un reflejo en el monitor, una silueta alargada que no debería estar ahí. El sobresalto provocó que el aperitivo que masticaba se atascara en su garganta. Se dobló sobre sí mismo, tosiendo lo más fuerte que pudo para expulsarlo. Los restos del maíz prensado aterrizaron justo al lado de una bota negra que se había acercado hasta casi rozarle.
No tuvo ocasión de incorporarse. Un golpe rápido provocó un chasquido seco en su tabique nasal, seguido al instante por un dolor tan agudo que le hizo perder la consciencia.
Al despertar, noto agarrotadas las articulaciones de brazos y hombros. Tenía las manos atadas sobre su cabeza y su cuerpo colgaba de una cuerda que llegaba hasta una argolla clavada en el techo.
Miró a ambos lados, continuaba en su piso. El movimiento le arrancó un gruñido provocado por la abrasión de las ligaduras, pero un trapo sucio llenaba su boca hasta casi rozar la campanilla, no podía gritar ni pedir ayuda sin sentir unas asfixiantes arcadas.
Notó un escalofrío y miró abajo, estaba desnudo, pero lo que más le espantó es que tenía una pequeña caja transparente pegada con cinta adhesiva a sus caderas.
Empezó a llorar y sacudirse.
—¿Sabes que las ratas no soportan estar encerradas?
Levantó la cabeza de golpe. La figura femenina a la que pertenecía la voz que resonó en sus oídos, se acercó exhibiendo una pequeña jaula en la que un roedor negro y nervioso mordía los barrotes de aluminio.
La mujer deslizó una portezuela de la urna pegada a su cuerpo, sacó a la rata de su prisión con una mano enguantada y la lanzó sobre los genitales encogidos del prisionero antes de volver a asegurar el cierre.
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