La doctora se levantó para recibirles y le pidió al enfermero que cerrara la puerta al salir.
La expresión de la facultativa no gustó a Manuel, que esperaba buenas noticias después de tantos desvelos. Catalina, su esposa, tomó asiento en la silla de al lado con cara de fastidio.
—La resonancia muestra algo extraño.
Manuel tragó saliva.
—La he comparado con la del año pasado. No entiendo cómo, pero su cerebro ha experimentado unos cambios extraños.
Manuel miró a Catalina con lágrimas en los ojos, aunque casi en seguida volvió la vista hacia la doctora, tratando de ignorar la expresión furibunda de su mujer, que transmitía un profundo rencor por haberla arrastrado hasta allí.
—La situación ha ido a peor, doctora.
—¿Ha vuelto a agredirle?
Manuel asintió con la cabeza, el nudo de su garganta era cada vez más grande, supo que si intentaba contestar el llanto arrasaría con cualquier amago de respuesta.
Catalina se levantó. Manuel no se lo impidió, ya la dejaba hacer, era mucho peor cuando pretendía retenerla.
La septuagenaria agarró un palo de suero que descansaba al lado de la camilla y, sin mediar palabra, le estampó la pesada base metálica a la doctora en plena cara.
Manuel se levantó de la silla espantado y presenció impotente cómo la joven médica caía sobre su mesa con un golpe seco mientras crecía un charco de la sangre que manaba a borbotones de sus heridas. La perplejidad le impidió pedir ayuda con la suficiente rapidez.
Catalina descargó un segundo porrazo contra su marido con toda la fuerza que fue capaz. Notó su cráneo quebrarse y sintió una oleada de satisfacción.
Soltó el palo, que ya empezaba a pesar, y se dirigió hacia la puerta. Antes de salir, se giró para observar a su esposo. Habló como si aún pudiese escucharla.
—Me siento mejor que nunca.
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