Puerta Nº 7

Ni rastro de Humanidad

Carol abrió los ojos. La única luz venía del reloj de la mesilla, que marcaba las tres y media.

Se giró dispuesta a seguir durmiendo, pero tenía la vejiga a punto de explotar. Intentó concentrarse para olvidar la presión, no quería salir del calorcito de la cama y alejarse de la respiración tranquila y acompasada de Víctor, que dormía dándole la espalda.

Fue inútil.

Maldiciendo en silencio, se levantó y salió al pasillo que, a esas horas y en penumbra, le pareció mucho más largo que de costumbre. Corrió de puntillas hasta el baño sin encender ninguna luz a pesar de su aprensión por la oscuridad, no quería despertar a su marido.

Un olor extraño inundó sus fosas nasales nada más entrar en el servicio. Las tuberías volvían a oler mal. Arrugó la nariz e intentó no hacer caso, ya lo solucionaría al día siguiente.

El hedor se hizo más penetrante al pasar por delante de la bañera. Carol chasqueó la lengua imaginando un posible atasco. Se rindió y volvió sobre sus pasos para accionar el interruptor.

La repentina claridad la deslumbró, y no reaccionó de inmediato al enfrentarse al origen de la peste.

NI RASTRO DE HUMANIDAD

Víctor estaba tumbado en la bañera. Sus ojos vidriosos la observaban sin expresión, atados a una quietud permanente. Tenía la boca abierta en una extraña mueca que mezclaba sorpresa y terror. La sangre que manaba de sus múltiples heridas había teñido casi por completo la cerámica blanca que contenía su cuerpo inmóvil. Carol no fue capaz de moverse hasta que vio que una mosca se posaba en una de las escleróticas. La ausencia de parpadeo la golpeó con una fuerza inmaterial que hizo que fuese consciente de que su marido había muerto.

Su cerebro obligó a sus piernas a caminar hacia atrás y salir al pasillo para apartarse de la visión. Pero no la forzó a gritar al ver una enorme silueta acercarse desde el dormitorio a grandes zancadas, ni logró que se moviera cuando la alcanzó portando un cuchillo en una mano mientras alargaba la otra para cogerla del cuello. Carol buscó la voz que había decidido abandonarla justo cuando más la necesitaba, pero vio cómo se alejaba al mismo ritmo que el oxígeno dejaba de llegar a sus pulmones.

Y gritó por dentro, sin parar, hasta que todo se volvió oscuro y lo único que quedó fue la certeza de que, en los últimos momentos de felicidad, había estado durmiendo al lado de su asesino.

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