La casa estaba lista. Ni una mota de polvo, los cojines del salón mullidos, brillo en los espejos, ventanas traslúcidas.
En la comida y su presentación también se empleó a fondo. Su jefa podía ser una auténtica bruja si no encontraba la cocción en su punto, si la salsa de la carne era demasiado espesa o muy clara, si el vino no presentaba la temperatura idónea o los cubiertos no eran los apropiados para lo que iban a degustar.
María alisó una de las servilletas, dobladas en un perfecto triángulo isósceles, y colocó el último de los cuchillos lustrados para la ocasión.
Los suegros de sus patrones llegaron con puntualidad inglesa, no podía ser de otra forma. Los saludos se sucedieron con la acostumbrada frialdad y artificiosa ceremonia, algo a lo que ya estaba habituada, pero que en ese instante le pareció ridículo.
La vieja la observó de arriba abajo antes de dar media vuelta y enfilar hacia el comedor. Ella suspiró, por fortuna no había encontrado arrugas en el uniforme.
Sirvió los aperitivos y el vino cuando todos se sentaron, un magnum Vega Sicilia que jamás había probado, pero que seguro hubiese sabido mejor sin escuchar el cotorreo constante y machacón de la suegra, que ya había empezado a hacerle un traje a una de sus amigas del club por su fallida cirugía estética.
Se retiró a la cocina y miró por la ventana. El jardín estaba precioso en esa época del año. El contraste rojo y amarillo sobre el césped de la parcela le daba a la estampa un aire melancólico que ella siempre había admirado, pero sus jefes pagaban a un jardinero para que quitara cada semana las hojas caídas de los árboles.
Antes de que alguno reclamara la comida, sacó del horno el asado, lo llevó al comedor y lo colocó en el centro de la mesa. Nadie solía mirarla o dirigirse a ella a no ser que quisieran algo, por lo que sirvió la carne y la guarnición sin decir nada. Se retiró a un lado y permaneció inmóvil con las manos juntas sobre el delantal.
La charla se atenuó con los primeros bocados y murió cuando las cabezas de los comensales cayeron a plomo sobre los platos.
María se tomó un momento para observarlos. En esa posición, calladitos y con las caras pegadas a la vajilla rebosante de salsa marrón, hasta le parecieron graciosos.
Se deshizo del delantal con cierta parsimonia y, antes de abandonar la estancia, cogió la botella de vino; lo único que no había envenenado, y le dio un trago generoso.
No era para tanto.
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